TEATRO DE MARIONETAS (UN CUENTO DE NAVIDAD)
Érase una vez que se era un viejo titiritero al que llamaban el Tío György, que tenía fama de muy buena persona y de gran filántropo, porque organizaba sus representaciones de marionetas, según decía, para fines benéficos y para ayudar mucho a la gente necesitada. Pero en realidad el ancianito no era tan bueno como se decía porque cobraba muy onerosas entradas para ver sus birriosos espectáculos y el dinero que recaudaba en parte se lo quedaba él mismo y en parte lo destinaba a muy malos propósitos. Pero daba igual, aunque les saliera luego muy caro y entrañara incluso un cierto peligro, las gentes acudían en masa a verle cada vez que anunciaba una representación, sólo por la magia.
Sus títeres se los fabricaba casi siempre un ebanista teutón muy amigo suyo llamado el Tito Klaus, cuya factoría estaba situada entre las montañas nevadas del reino de Davos, y suministraba muñecos de madera a los espectáculos de marionetas de todo el mundo mundial y global. De sus manos salieron nada menos que el príncipe Macarrón de la France, el archiduque Trudó, el gran visir Sunak, el atamán Zelenski, el payaso Milei y otros personajes de cuento de hadas que han hecho las delicias de chicos y grandes en las ferias y mercados de toda la Europa, las Américas y el mundo entero.
Dicen que los muñecos del Tío György tenían algo especial, algo mágico o brujeril, porque irradiaban un gran magnetismo y tenían un extraordinario poder de convicción, pues parecían seres vivientes de carne y hueso. Aunque no eran otra cosa que muñecos de madera y de trapo, carentes de alma, voluntad propia y del más elemental discernimiento, y que el anciano titiritero movía a su capricho valiéndose de hilos invisibles. Pero el hecho terrible era que a través de ellos el anciano nigromante conseguía hechizar también a las masas de espectadores y domeñar sus voluntades, llegando a convertirlos a su vez en otras tantas marionetas suyas.
Antigua brujería era ésta que había aprendido de un mago americano llamado Roquefoller, que a su vez se la había enseñado un viejo rabino muy artero, que fabricaba golems como esos en una casucha de su remoto gueto natal.
Y ocurrió un día que yendo de pueblo en pueblo, como un titiritero nómada, por ferias y mercados, llegó a un apartado rincón del mundo llamado Expaña, y que al Tío György le gustó mucho porque pensó que allí encontraría un público de lo más adecuado para sus tropelías. Estaba pensando en qué marionetas iba a utilizar ante el público expañol, y hete aquí que encontrose tirados en plena calle a algunos muñecos destrozados, con los que los niños expañoles ya no querían jugar, pero que le llamaron asaz la atención, y enseguida quiso reciclarlos para poderlos utilizar en sus espectáculos.
Uno, muy barbilindo él y con la voz aflautada, decidió que sería el rey de su fábula, y le puso una chapita de colorines en la solapa para que todos reconocieran que le pertenecía a él y sólo a él, en cuerpo y alma.
A otro dicen las malas lenguas que lo sacó de un contenedor cercano a un conocido saunódromo gay de la capital del reino, y que lo recompuso tan bien que le quedó muy apuesto y muy molón. "Bizcochito" le puso por nombre y lo escogió como protagonista para una tragicomedia que iba a representar ante el público de Expaña.
No muy lejos de allí encontró a otro que era de aspecto más bien triste y soso, y que apareció en la hedionda ciénaga de Lourizán. Lo llamó Marianico el Corto, porque era nombre de pelele, y como al principio no sabía muy bien qué hacer con él, lo metió en su saco y pensó que más tarde daría con un papel que fuera a su medida para emplearlo en el teatro de marionetas. Al siguiente también lo debió de recoger en cualquier arroyo pestilente o pocilga del Ampurdán. El caso es que era un poco feuchillo y ridículo, con su pelambrera de fregona, así que decidió que lo emplearía como villano en sus pantomimas. Y le puso de nombre de Puchmamón, el Loco de Waterloo.
Y así dio comienzo a la función. Y con su magia el Tío György lograba engatusar al público de Expaña, a chicos y a grandes, y un hechizo sucedió entonces. Todos los que asistían a su espectáculo salían luego a la calle y se manifestaban y protestaban con banderitas de uno y otro bando, y se enzarzaban en discusiones cada vez más broncas y pedían firmas para que aquella catástrofe inminente que, por sugestión del Tío György estaban convencidos que habría de suceder y desplomarse sobre sus cabezas, fuera conjurada.
Finalmente, el de Waterloo hizo mutis por el foro, Marianico abandonó su puesto de guardia al ver asomar la fea geta del dragón y se entregó a la bebida y sólo quedó "Bizcochito" como principal paladín de Su Majestad Don Philipón VI, Emperador de las Expañas y de la Agenda MMXXX. A su lado tenía a su fiel escudero el Koletudo otro muñeco de trapo del montón, como su partenaire, la Marquesita de Galapagar, muy feminista y empoderada ella, y que también quería tener un papel de protagonista en aquella función.
Y la gente seguía peleándose entre sí a la salida del espectáculo, por los motivos más diversos y peregrinos:"fascistas", "comunistas", "machistas", "tránsfobos", "feminazis" "carnívoros", "herbívoros", "terroristas climáticos", "ecofascistas", "negacionistas" se gritaban los unos a los otros. Poco a poco , con cada representación, entre el público asistente se iban colando gentes de otros reinos y con otras costumbres que no sólo no pagaban nada por su entrada, sino que además molestaban y agredían al resto de los espectadores y dejaban la platea hecha un asco. Pero todo eso estaba preparado por el astuto Tío György, porque de esa forma disponía de una claque fiel a su persona, dispuesta a aplaudir siempre aunque el espectáculo fuera un auténtico bodrio, y que le serviría además como partida de la porra, para presionar a la competencia e incluso a los gerentes de la feria, si fuera necesario.
Con todo, el Tío György se tomó un día unas más que merecidas vacaciones, debido a su ya avanzada edad, y mientras tanto le dejó prestados sus títeres durante un tiempo a un curandero y prestidigitador muy amigo suyo, un tal Tío Bill, que había quedado impresionado con el poder de sugestión que sobre el público podían ejercer aquellos muñecos parlantes y embrujados. Decidió que con ellos podría, mediante un cuento chino, convencer a la gente para que se sintiera pero que muy muy malita y probase un remedio experimental que había inventado en su laboratorio, y que no sabía muy bien si servía para curar o matar, esa era la verdad.
Dicho y hecho, la cosa dio muy buen resultado y el Tío Bill quedó muy contento, y tras unos años en que estuvo en cartel su espectáculo del Cobi XIX hizo montañas de dinero, mientras la gente palmaba a mansalva, y logró que muchos espectadores hicieran las cosas más raras del mundo, como aplaudir desde los balcones a las ocho de la tarde, llevar la cara tapada todo el santo día y hasta en los sitios más recónditos y desérticos, quedarse confinado en casa aun estando sanos, y hacer largas colas para que les metieran un palito por la nariz. Los muñecos diabólicos hicieron un papel maravilloso esa vez, embaucando y doblegando a los infelices expañoles hasta dejarlos al nivel de los gusanos que se arrastran por el suelo y tragan el asqueroso polvo de los caminos.
Y pasado un tiempo volvió el Tío György una vez más para hacerse cargo de sus títeres. Traía ideas nuevas que bullían dentro de su magín, y le apremiaba verlas realizadas sobre el tablado, porque no ha mucho había visto fenecer a otro gran titiritero, el Gran Maestre Henry K., y no quería dejar este valle de lágrimas, y traspasar el tinglado a su hijo Alex, si antes no se habían cumplido sus grandiosos proyectos escénicos.
De su equipaje desempaquetó con premura al Loco de Waterloo, lo desempolvó y le quitó las telarañas, porque habría de servir una vez más como comparsa en su nuevo show. Pero ahora su papel ya no sería el de villano, sino el de rebelde redimido y reconciliado con el magnánimo "Bizcochito", conocido ya como el de las Mercedes.
Otros personajillos a los que quizás podría sacarles algún partido eran Frijolín el ourensano y Abrahamskal el vascón, que servirían para animar un poco más el cotarro y darle variedad y colorido a la actuación, y llegado el caso de que el espectáculo dejara de convencer a la mayoría del público (pues se veían signos preocupantes de que esto empezaba ya a suceder) reconducirlos otra vez al orden constitucional y llevarlos a todos de nuevo al redil.
Lo primero que había que hacer, así lo había decidido el Tío György, era empoderar al muy mermado "Bizcochito". Había que presentarlo como un héroe legendario de la Tabla Redonda de la Unión Europea, un abanderado defensor de la causa de los más desfavorecidos y exterminados por el Gran Guiñol del Reino de Israhell, un espectáculo muy sangriento que gestionaban otros titiriteros en lejanas tierras; y donde, por cierto, los espectadores originarios eran masacrados en directo y a mansalva. Parece ser que se trataba de una idea muy vanguardista e innovadora que se le había ocurrido a una tal Marina Abramovic, una bruja especializada en esa clase de performances.
Luego llegaría el momento de poner sobre el escenario el gran triunfo de "Bizcochito", investido como el que traería la paz duradera al reino de Philipón VI el Bubón. O tal vez del propio Bizcochito I, que también podría ser. La idea era transformar ese viejo reino en una confederación de estados libremente asociados y asimétricos, inclusivos y ecosostenibles, en el que todas, todos y todes no tendrían nada, pero serían felices y comerían lombrices.
Entretanto el ancianito Tío György se frotaba con delectación las manos, mientras los de su claque sacarban el filo a sus cuchillos para degollar a los infieles.
Y colorín, colorado, que este cuento aún no se ha acabado...
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