DE BURKINIS, VELOS Y VELADOS
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Dibujo de John Buscema y Alfredo Alcalá para la versión en cómic de "El coloso negro" |
Al hilo de la polémica que se ha desatado este verano por la "operación burkini" (¿afirmación de la diversidad cultural? ¿nueva provocación de los fundamentalistas islámicos? ¿emblema de emancipación de la mujer musulmana, como dirían Ada Colau, el Kichi y el resto de podemitas y afines?) y todo ante las narices de esos zombies tecnológicos en los que nos estamos convertido los europeos del nuevo milenio, jugando a Pokemon Go mientras el yihadismo convive ya agazapado entre nosotros, para asaltarnos en cualquier momento al grito de Allahu Akbar, vamos a comentar algunas ideas y recuerdos que me han venido a la mente, y que se relacionan con esa curiosa costumbre que tienen nuestros simpáticos convecinos muslimes de taparse mucho ellas y ellos, en particular la cabeza y la geta.
Entre los occidentales lo de llevar la cabeza cubierta ha estado siempre sujeto a los vaivenes de la moda, pero en Oriente la cosa lleva aparejado un significado religioso e ideológico incuestionable. Entre los varones árabes tiene un gran arraigo el cubrecabezas o kufiyya. Una gran variedad de turbantes y velos son usados tradicionalmente por irakíes, sirios, afganos, persas, magrebíes, etc. no sólo para protegerse de los rayos del sol del desierto, porque muchas veces los llevan donde no hace ninguna falta, sino como un signo de su identidad. Estos suelen combinarse con el shemagh, la típica bufanda o pañoleta palestina, ideal para proteger la cara del polvo de los caminos o para ir embozado, para cometer según qué actividades... Si se añaden además las pobladísimas barbas que suelen gastar estos sujetos, hasta el punto de desfigurar sus rostros y hacerlos irreconocibles e inidentificables, se comprenderá que esta costumbre puede muy bien corresponder también a un deseo de ocultación, de fingimiento, muy en consonancia con la falsedad que se atribuye a los orientales frente a la franqueza de los europeos (francos, franceses y franqueza son palabras que tienen la misma etimología). Unos hábitos nocturnos y conspirativos que podrían avalar la teoría del doctor Robert Morey sobre el origen idolátrico del Islam, y la continuidad del dios luna Al-ilá, un ídolo adorado en la antigüedad en la Meca, y el Alá de Mahoma y sus seguidores.
Es más, en algunos pueblos como los bereberes cenheguíes los hombres optan por cubrirse además el rostro con un doble velo, el tagelmust, como hacen hoy en día los tuaregs, y como hacían en el pasado las tribus almorávides del desierto que invadieron España en el medievo, como podemos ver en la magnífica película de El Cid, dirigida por Anthony Mann y protagonizada por Charlton Heston. Y vemos ahora como algunos afamados mujaidines, yijaidines y demás ralea, que gracias a internet han llegado incluso a ser estrellas mediáticas, como John el yihadista (célebre
por sus hazañas decapitatorias antes de ser enviado al paraíso de Alá,
donde a buen seguro estará acompañado ahora por sus correspondientes 72
vírgenes) se distinguen por el valiente gesto de llevar la cara tapada.
En el mundo occidental también encontramos sin duda encapuchados, como los penitentes de la Semana Santa (circunscritos al ámbito de unas determinadas ceremonias religiosas, en las que se hace alguna promesa y no se desea jactarse de ella) y los miembros del Klan, que también usaban capuchas, no sabemos con seguridad si por imitación de aquellos o de los masones. A estos últimos se les relaciona muy a menudo con la delincuencia, y es en ese mundo de bandidos, terroristas de la ETA y salteadores de caminos donde los europeos solemos situar instintivamente a los que van enmascarados, para perpetrar fechorías sin que se les reconozca.También en España, hasta el siglo XVIII, existió la costumbre de los embozados entre el pueblo llano, una reminiscencia claramente morisca, como desgraciadamente otras muchas que llevamos grabadas como un estigma.
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Moda masculina: Targui y militante de DAESH |
Pero en este tema, como en otros del islam, son las mujeres las que llevan la peor parte, teniendo que soportar indumentarias de lo más variado, que van desde el
hiyab o
chador, el simple velo monjil, hasta el fantasmal
burka de las afganas (por lo visto en Arabia Saudí y otros países islámicos también se usa esta especie de mortaja), pasando por el
niqab e inventos más recientes como el famoso
burkini, que debe ser muy cómodo para soportar el calor, además de una prenda muy higiénica. Y no olvidemos el burkichandal, que algunas atletas han podido lucir en las pasadas olimpiadas. Responde todo esta estética monjil y este repertorio de torturas a la tradicional misoginia musulmana, aceptada con resignación (qué remedio les queda) por ellas, a ese miedo atávico y enfermizo que todo varón musulmán parece sentir hacia las mujeres y su misterio, reminiscencia tal vez de un pasado matriarcal difícilmente superado, y que les hace sentirse tan inseguros en cuanto a la fidelidad de sus esposas, hasta el punto de confinarlas habitualmente dentro de sus hogares o sus harenes, y llegando hasta el extremo de tomar medidas contra ellas en algunas comunidades islámicas, como la horrenda ablación del clítoris. Todo esto no parece preocupar demasiado a nuestras feministas, antiislamófobas convencidas y filoislamistas en el fondo, como toda la izquierda progre o alternativa en general. Muchas de ellas, que no dejan pasar una a los micromachistas occidentales, seguro que tienen sus secretas fantasías con algún morito que las tenga recluídas de por vida en su harén, convirtiéndolas en blanco de sus sevicias. Inclusive, alguna habrá que se aliste a las filas del DAESH. De nuevo, el eterno femenino, misterioso e inescrutable.
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Moda femenina: afganas con burka y jugadora egipcia de voleibol |
Hay un misterioso arquetipo que se
repite en varias ocasiones en el imaginario colectivo y en la
literatura occidental... Tal vez habría que remontarse a los tiempos de
Mahoma o incluso antes, ya que el verdadero islam, como ya dijimos antes, hunde sus raíces en
cultos idolátricos de la Meca como el del dios-luna Al-ilá . El escritor
texano Robert E. Howard, padre de Conan el bárbaro, inventó un
misterioso personaje, Natohk el Velado, para su relato "El Coloso Negro" (1933)
protagonizado por el cimmerio, en plena era hyboria. Era este el
avatar de un poderoso hechicero dado por muerto miles de años atrás,
Thugra Kothan, quien una vez vuelto a la vida ha logrado reunir a un
ejército de tribus del desierto para dominar el mundo. Cuando Conan lo
desenmascara no aparece más que un pútrido amasijo de huesos y carne
descompuesta, a modo de zombie, un lamentable espantajo que se mantiene
en pie únicamente gracias a la hechocería y la magia negra.
Hace tiempo que me llamó la atención la similitud de este relato howardiano con otro que Jorge Luis Borges incluyó en su Historia Universal de la Infamia en 1935, la historia de El tintorero enmascarado Hákim de Merv. Puede que ambos conocieran un cuento que escribió el joven Napoleón Bonaparte en 1789, antes de ser emperador y cuando hacía sus pinitos en el mundo de la literatura, titulado La Máscara del Profeta, sobre la insurrección de un mahdi en la región del Korassan en tiempos del califa Mikadi. También este personaje es capaz de sublevar a tribus enteras con el fulgor de sus ojos, aunque al final descubrimos que se trata de un pobre ciego. En el relato de Borges, Hákim oculta tras su velo los rasgos de un leproso. Algo huele que apesta, en todo caso, en todos estos personajes.
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Mahoma con el rostro velado por el fuego |
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La Gran Ramera con el rostro raspado por algún piadoso lector del Beato de Liébana |
De este relato de Borges recordamos un pasaje inolvidable, una descripción que del infierno hace el profeta velado en su libro sagrado La Rosa Escondida, y que no nos resistimos a reproducir aquí:
El paraíso y el infierno de Hákim no eran menos desesperados. A los que niegan la Palabra, a los que niegan el Enjoyado Velo y el Rostro
(dice una imprecación que se conserva de la
Rosa escondida), les prometo un Infierno maravilloso, porque cada uno
de ellos reinará sobre 999 imperios de fuego, y en cada imperio 999 montes de fuego, y
en cada monte 999 torres de fuego, y en cada torre 999 pisos de fuego, y en cada piso
999 lechos de fuego, y en cada lecho estará él y 999 formas de fuego (que tendrán su
cara y su voz) lo torturarán para siempre.
En otro lugar corrobora:
Aquí en la vida padecéis en un cuerpo; en la muerte y la Retribución, en innumerables.
El paraíso es menos concreto.
Siempre es de noche y hay piletas de piedra, y la felicidad de ese
paraíso es la felicidad peculiar de las despedidas, de la renunciación y de los que saben
que duermen
Una muestra maravillosa de esa retorcida espiritualidad oriental, que recuerda algo al Bön Po tibetano, al tenebroso reino de Yama y la Durga-Kali de los hindúes o a la Gehenna de los judíos (curiosa religión la suya, que carece de cielo pero que en cambio sí posee un infierno para los réprobos y los antisionistas) a las retorcidas sentencias talmúdicas, cargadas de un rencor infinito y enfermizo, hacia los cristianos y los goyim ("gentiles no-judíos") en general, y que podrían tomarse por las bravuconadas de un pueblo de pobres desgraciados, si no fuera por el poder que se les atribuye, o que realmente tienen, de influir en los acontecimientos mundiales (baste recordar quienes fueron los responsables de la ultima crisis financiera o quienes han inventado eso de las redes sociales, un instrumento de control sobre los usuarios de internet de eficacia comprobada).
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El anticristo musulmán (autor desconocido) |
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