lunes, 11 de julio de 2016


AQUÍ NACIÓ QUETZALCÓATL

Desde hace algún tiempo me rondaba la idea de visitar Extremadura, la tierra desde la que partieron la mayoría de los españoles que destacaron en la conquista del Nuevo Mundo. Y un buen día por fin, en la primavera pasada, pude llevar a cabo ese soñado viaje y descubrir un lugar que no decepciona jamás al visitante, que lo deja sorprendido y maravillado y tal vez, como en mi caso, con lástima de no disponer de más tiempo para poder recorrer con más tranquilidad sus localidades y monumentos.

Su nombre quiere decir "tierra de extremos" y se remonta al siglo XI, cuando durante la Reconquista hacía de comarca fronteriza con los dominios de la Media Luna, al igual que Soria (esa otra extremadura). Es decir, que este fue el escenario principal durante mucho tiempo del encuentro e intercambio entre las dos culturas, por lo general a base de mamporrazo limpio entre los ejércitos respectivos. Allí tenemos la monumental y amurallada ciudad de Cáceres, jalonada de numerosas torres, siendo la principal la del Bujaco, famosa porque en ella mandó degollar un califa cordobés a los cuarenta frates cacereños (antecesores de los caballeros de Santiago) que con valentía la defendieron, sin duda para enseñarles aquello de la alianza de civilizaciones.

La torre del Bujaco, en la muralla de Cáceres

No es de extrañar que este espíritu de cruzada, potenciado por la presencia de las órdenes militares por estos pagos como la del Temple o la de los caballeros de Santiago, se extrapolara más tarde a las Indias, cuando marcharon para allí tantos hijos de esta tierra, con la espada en la mano, para derrocar a los huitzilopochtlis y otros demonios atroces, y para que resplandeciera en el nuevo continente la razón, la justicia y la cruz de Cristo. Aunque este mensaje no fuera al principio comprendido del todo por los que lo recibieron, empeñados en identificar a los recién llegados con algunas de sus divinidades locales o "teules", como cuentan las crónicas, en general con las más positivas y benefactoras. Divinidades como Quetzalcóatl, Tonatíu, Kukulkán, Viracocha o Bochica y que, curiosamente, eran representadas antes de la llegada de los europeos como hombres blancos, de elevada estatura y con luengas barbas.
Estatua ecuestre de Hernán Cortés en Cáceres

Otro factor a tener en cuenta es el sustrato romano, sacado ahora de nuevo a la luz gracias a las excavaciones de la hermosa ciudad de Mérida (Augusta Emerita) y cuyo conjunto monumental de la época del Imperio puede casi rivalizar  con el de la propia Roma. También Cáceres fue un enclave romano (Norba Caesarina) adonde llegaron más tarde las influencias del renacimiento italiano, justo en el tiempo en que Hernán Cortés, estudiante de leyes de la universidad de Salamanca, partía hacia las Américas para imitar e incluso superar las hazañas del gran Cayo Julio César y Alejandro Magno. Por los cronistas de Indias y por las cartas del propio Cortés sabemos que puso en juego allí muchas estrategias aprendidas de los conquistadores de la Antigüedad, entre ellas la de desposar a sus capitanes con las princesas indias para sellar alianzas con los indígenas. Algo en lo que había sido pionero ese otro gran extremeño, Vasco Núñez de Balboa, al tomar como esposa a la hija del cacique Careta. Balboa era vástago de un linaje de origen gallego, al igual que los Ulloa, Saavedra, Becerra, Figueroa o Sande, muy presentes en los blasones de los palacios-fortaleza de Cáceres, Plasencia y otras localidades. Y por cierto, son bastante curiosos los lazos de parentesco que existían entre todos estos conquistadores, ya que casi todos eran primos o parientes cercanos: los Pizarro, Hernán Cortés, Pedro de Alvarado, Benalcázar, Balboa, Orellana, Hernando de Soto, Almagro,etc. 

Estatua de Augusto (Teatro de Mérida)

También sorprende como aquellos españoles, tan distintos a los actuales, se decidieran a embarcarse en empresas tan inciertas como arriesgadas, enfrentándose a gran variedad de climas extremos, a bestias feroces, insectos y enfermedades tropicales, y a naciones enteras de indios hostiles, siendo algunos de ellos hombres de edad algo avanzada para los parámetros de la época. Es el caso de Francisco Pizarro, que frisaba los 54 años cuando emprendió la conquista del Perú. Cabe también mencionar a Diego de Almagro, tres años mayor que Pizarro o Hernando de Soto, compañero de ambos que marcharía luego al territorio sur de los actuales Estados Unidos encontrando un trágico final en el río Misisipí. O a personajes tan pintorescos como Francisco de Carbajal "el Demonio de los Andes", a quien lo ahorcaron a la provecta edad de 84 años después de haber dado mucha guerra. Quién diría que a los españoles de entonces les sobraba tanta audacia y tanta vitalidad, que no sólo eran capaces de doblegar a aquellas naciones de guerreros como los aztecas, los incas o los araucanos, sino que tenían tiempo incluso para desangrarse practicando nuestro deporte nacional, el guerracivilismo, especialmente en aquella interminable guerra que enfrentó a pizarristas y almagristas en el territorio peruano.
 
La Casa del Mono, uno de los rincones legendarios de Cáceres



La leyenda negra angloholandesomasónica insiste en que todos marcharon hacia allí sedientos de oro y riquezas, que la miseria en que malvivían en la España de los Austrias les empujó a hacer carrera en el Nuevo Mundo. No cabe duda que en bastantes casos fue así, pero las otras leyendas, las que de verdad les sirvieron de estímulo, la de Eldorado, Manoa, Paitití, las siete ciudades de Cíbola, Quivira, la isla de Bimini etc. llevaban aparejadas los sueños de gloria y eran producto de la fantasía del hombre del Medievo, de las leyendas artúricas y de aquella cartografía extraña que poblaba los lugares desconocidos con dragones y criaturas descabelladas. Cartografía que los propios marineros y exploradores españoles se encargaron de arreglar, mucho antes de que los anglos, los dutch o los french tuvieran noción alguna de geografía. Hoy , con un horizonte tan penoso como el que tenemos, ya nos gustaría a los españoles tener un poco de los redaños de aquella gente. Hombres de acción, a los que el hambre canina empujaba a acometer grandes empresas, no a ponerse rastas en el pelo y a tocar la flauta por los rincones para dar penita.


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