viernes, 21 de noviembre de 2014

LA ISLA DEL PINTOR MOREAU

 
Galatea (1880) Paris, colección Robert Lebel

  "La ciencia ha transformado el cielo y nosotros lloramos por el cielo de la ignorancia. En el cielo, como los niños pequeños muy bien saben, todo estaba mejor determinado y era más hermoso que los espacios descubiertos por los sabios, donde en vez de los parajes de predestinación y claridad únicamente pueden imaginarse desiertos."




Autorretrato de Gustave Moreau

Vamos a proponer una "visita virtual" a uno de los museos más insólitos de París, para conocer la obra de un artista único del siglo XIX: el pintor Gustave Moreau. Está situado cerca de Montmartre, en la rue de La Rochefoucauld nº 14, y fue el palacete-taller adquirido por el padre de Gustave, el arquitecto Louis Moreau, en 1852  para que su hijo pudiera consagrarse, en un relativo aislamiento, a su pintura y a su arte. Tras su muerte en 1898, pasó a ser propiedad del Estado francés, que cumplió con el deseo del artista de convertirlo en museo en 1903, siendo el primero de esta clase de museos monográficos (luego vendrían los de Rodin, Bourdelle,etc). En él se conserva el magnífico legado de Moreau: 850 lienzos, 350 acuarelas y unos 5000 dibujos.

 

 

Fachada principal del museo

Billete de entrada con detalle de Los Unicornios (1885)



 Era Moreau un pintor visionario, como lo fueron Goya o William Blake, en muchos aspectos anticipado a su tiempo, aunque algunos lo consideraron un epígono del romanticismo, un discípulo de Delacroix y Chassériau. Lo cierto es que su peculiar estilo no tuvo precedentes en la pintura francesa, ni nada que ver con los pintores realistas e impresionistas de su generación, aunque sí fue en cierto modo  el precursor de lo que más tarde se llamó el Simbolismo (por ejemplo, sin Moreau no se podría entender la obra de Khnopff o de Odilon Redon). Era un artista, para utilizar la expresión acuñada por Huysmans, à rebours, a contracorriente. 


Imagen de habitación del museo


Se matriculó en la Escuela de bellas artes a los veinte años y a los treinta viajó por Italia, siguiendo la tradición del Grand Tour, para impregnarse del realismo mágico de los maestros del Quattrocento (Carpaccio, Gozzoli, Mantegna), la magnificencia de los mosaicos bizantinos, la monumentalidad de Miguel Ángel o la sutileza de Leonardo. Allí, de un modo parecido al de los prerrafaelitas ingleses o Burne-Jones, pudo absorber el idealismo neoplatónico presente en el arte italiano, desde   los "primitivos" a los manieristas.


Escalinata en el interior del museo


A su regreso, expuso en el Salón de 1864 Edipo y la esfinge, una obra que llamó poderosamente la atención de la crítica, a pesar de su ejecución algo académica a lo Ingres (aunque también se intuye la influencia de Mantegna en el paisaje del fondo y en el detallismo de las figuras). Pronto se hace célebre por su predilección por lo onírico-mitológico, lo exótico y lo monstruoso, encontrando entusiastas partidarios (entre ellos los escritores Baudelaire, Gautier y Flaubert), pero también no menos acérrimos detractores que lo tildaron de "literario" o extravagante. A menudo se sirve de personajes mitológicos para representar su mundo interior, o mezcla elementos paganos y cristianos, pues para él el cristianismo era un mito más, como cuando le confiere a Prometeo (1868) los rasgos de Cristo.

Edipo y la esfinge (1864). Metropolitan Museum
Prometeo (1868)



Al estallar la guerra franco-prusiana en 1870 se enrola como voluntario en la Guardia Nacional, para defender Paris de las hordas de los hunos, que la asediaban a los acordes de Die Walküre de Wagner. Pero una grave enfermedad le obliga a licenciarse, y a asistir impotente a la derrota de Napoleón III en Sedán y al episodio de la Comuna (durante el cual se destruyeron los frescos de su admirado Chassériau). A partir de entonces, como muchos de sus compatriotas, cayó en una profunda depresión y sintió auténtico horror hacia las masas. Se extendía entonces por Europa la enfermedad de la decadencia, un mal  que tendría su primera formulación consciente en Francia, y que luego iría corroyendo a otros paises antes y después de la primera guerra mundial. Los artistas, como casi siempre, fueron los primeros en captar el espíritu de su tiempo, mucho antes que los filósofos, psicólogos, analistas, etc. Muchos se refugiaron en el ocultismo, en busca de respuestas que la ciencia y el positivismo (tan en boga en la época de la Tercera República) no podían aportarles.

Paneles giratorios con dibujos del artista
Boceto para La Hidra de Lerna (1876)

Cuando en 1876 Moreau vuelve a exponer en el salón, tras años de silencio, lo hace mostrando una serie de cuadros "escandalosos" que tienen como principal protagonista a un personaje femenino de la Biblia: Salomé. Aunque Moreau pretendía expresar con ellos una idea moral, a la manera del arte del Medievo, Huysmans y otros los interpretaron en clave perversa y hasta lúbrica, dando lugar al mito de la "femme fatale", que tanto difundiría la literatura y más tarde el cine. Se ha dicho que la ambivalencia con la que los simbolistas y afines trataron el tema de la mujer (idealizándola hasta el extremo de crear de ella una imagen irreal, entre angélica y fantasmal) se debía al temor que despertaban los anhelos de las primeras feministas. Es decir, que la obsesión algo misógina por las hembras vampíricas y castradoras se correspondía con la obsesión de muchas "hijas de Lilith" que, en los inicios del sufragismo, se empeñaban en igualarse en todo a los varones. Con la modernidad y el auge de la industrialización, se asiste a una ruptura en la armonía entre los sexos, parecida a la que existía en las postrimerías del Imperio romano, a una progresiva femenización de los hombres primero, y  a una masculinización de las mujeres después (ya sea con el prototipo de la proletaria marimacho, en su versión soviética, o de la sofisticada andrógina femenina, tan de moda en los años veinte). 


Salomé danza delante de Herodes (1876)

La aparición (1876)

No sé si cabe aplicar esta interpretación a las telas de Moreau, que empezó a pintar treinta años antes que los simbolistas. De lo que no hay ninguna duda es de que Salomé, Dalila, Helena de Troya y otras hermosas féminas en las que se complacían los pinceles de nuestro artista, encarnan a mujeres voluptuosas y manipuladoras que se sirven de sus armas de seducción para corromper y destruir a  los hombres más viriles y para dominar a todos los demás. Es un aviso del peligro que corren los varones excesivamente sensuales, entregados a satisfacer sus apetitos carnales. En  cualquier caso, el tema aparece desde la noche de los tiempos en la mitología y en el folclore, o sea que no es un "invento" del siglo XIX, y no es desconocido para ciertas tradiciones que han profundizado en los misterios del sexo, como el tantrismo. Curiosamente, existe una versión en un cuadro de Moreau en la que el cuerpo de Salomé aparece tatuado con extraños motivos florales hindúes, a modo de jeroglíficos.
También se ha querido ver en los cuadros de Moreau, dedicados al tema de Salomé, un reflejo de los sucesos de la Francia de aquel tiempo, ya que se ha reconocido en los rasgos de Herodes Antipas un retrato del decrépito Napoleón III, un monarca débil al que se responsabilizó de la derrota en la guerra franco-prusiana. 

Detalle de Las Quimeras (1884) encarnación de la voluptuosidad femenina

La contrapartida de esta bestia carnivora femenina en la obra de Moreau está representada por el poeta o trovador (Orfeo, Juan el Bautista), poseedor del don profético que le permite penetrar en la realidad, y que aparece frecuentemente  con los rasgos del sufriente o del andrógino, para enfatizar su carácter espiritual.
En varias obras de Moreau aparecen  personajes masculinos con aspecto deliberadamente afeminado, lánguido y sonambulesco,  remitiendo a menudo al mito del andrógino, pero también en otros a esa decadencia de lo varonil a la que nos referíamos (Los pretendientes, 1852-98). Otro de los propósitos del artista era crear un estado de ánimo en el espectador mediante este recurso expresivo, que indujera a la ensoñación, ya que el mundo de los sueños es el de las revelaciones. Moreau lo llamaba "la bella inercia", y lo consideraba uno de los principios de su arte, ya que así lograba  un distanciamiento de los personajes y una distensión sosegada entre ellos. Otro de sus principios era "la riqueza necesaria", que consistía en el gusto por lo suntuoso, lo rutilante y el detalle rebuscado ("Un buen cuadro, fiel e igual al sueño que lo ha creado, debe ser producido como un mundo", decía Moreau).               

Júpiter y Semele (1894-1895)

 En muchos de sus cuadros asistimos a una tensión entre el principio masculino (que representa el espiritu y el ethos) y el principio femenino colindante con la muerte (misterioso e impredecible, que representa la naturaleza y los sentidos). A menudo sale trágicamente  derrotado el primero, pero no siempre. En ocasiones  el héroe consigue vencer, abarcar y penetrar el misterio de la naturaleza (Edipo, Hércules). En uno de sus ultimos cuadros, Júpiter y Semele, asistimos a una epifanía, y a la destrucción de una mortal que no puede soportar la visión de su amante, el gran Júpiter (de cuyo muslo nace el hijo de ambos, Dionisos), y es purificada por el fuego divino. Con ella muere genio del amor terreno (representado por Pan) que se hunde en el abismo, mientras que las criaturas  se elevan y liberan en virtud del amor espiritual, en una apoteosis neoplatónica."Toda la naturaleza se halla penetrada del ideal y la divinidad. Todo se transforma".


La Parca y el ángel de la muerte (1890)

Otro de los principios estéticos que rigen la obra de Moreau, y que se relaciona estrechamente con lo onírico, es el de la permutación. Lo apreciamos en sus temas, en los que asistimos a la mezcla de elementos de la naturaleza, y en su técnica, que a menudo mezcla diversas formas de representación: lo acabado con lo inacabado, simultaneidad de objetos y figuras con manchas abstractas de color, sobreposición de dibujo y pintura... Todo contribuye a crear un estado oscilante entre la realidad y lo irreal.
El museo  ofrece una magnífica oportunidad de conocer de cerca el método de trabajo del artista, que realizaba numerosos esbozos preparatorios y bocetos de color. Se pueden ver los curiosos armarios con paneles giratorios donde se conservan todos ellos. Este consumado dibujante nunca copiaba de fotografías, sino de modelos vivos pues prefería la confrontación directa con los objetos naturales. Por ejemplo, acudía con frecuencia al jardín botánico y a los departamentos de zoología, para realizar penetrantes estudios de animales y plantas. También pintaba de memoria, a partir de algún texto leído o recordado que le hubiera conmocionado especialmente.


La Tentación de san Antonio (1890)



En 1880 decide dejar de exponer en el Salón, y tampoco le atrae el salón Rose+Croix donde muestran sus trabajos los simbolistas, ya que desconfiaba de la tramoya ocultista de su lider Merodack, el Sâr Péladan. A partir de entonces pasó recluido más de diez años como un anacoreta, en esta casa de la rue de La Rochefoucauld, que ya soñaba con convertir en su museo. Para ello pinta gran cantidad de lienzos, que a menudo se quedan a medio hacer, pues rara vez da por terminado ninguno. Sus acuarelas de este período son especialmente atrevidas, por el juego libre del cromatismo del que hacen gala, y que han llevado a Italo Cremona y otros ha considerarlo un precursor del tachismo y la abstracción. En 1891, al sustituir como profesor a Delaunay en la Escuela Nacional de bellas artes, le dirá a sus discípulos: "los colores deben ser pensados, imaginados, soñados". Entre ellos estarán Roault, Marquet y Matisse, impulsores destacados de la primera vanguardia del siglo XX, el fauvismo. Todos ellos recordaban con admiración a su maestro, que les llevaba al Louvre para que aprendieran de los antiguos y les animaba a que encontraran su propio camino, según su temperamento.
Más tarde los surrealistas, con André Breton y Dalí a la cabeza, acusarán su influencia e irán en peregrinación a este museo. Pero Moreau permaneció olvidado por el gran público durante mucho tiempo, hasta que nuevos aires en los años setenta de la pasada centuria permitieron que su obra fuera de nuevo reivindicada.



Eva y la serpiente del Paraíso



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