sábado, 19 de diciembre de 2015

  POLVO, SUDOR Y HIERRO

RECORDANDO "EL CID" DE HERNÁNDEZ PALACIOS

A pesar de las apariencias, el actual panorama del cómic en España (como sucede con casi todo lo que tiene que ver con la cultura: cine, literatura, artes plásticas, etc.)  no puede ser más paupérrimo. Nunca se ha publicado tanto como hoy en día, nunca ha gozado el cómic de un  status  tan reconocido entre los intelectuales y pedagogos, y sin embargo nunca hemos asistido a una escasez tan desoladora de auténticos talentos. Menos mal que nos quedan las reediciones de los clásicos y los grandes nombres del pasado para revivificar la afición por el noveno arte. Entre ellos ocupa un lugar de honor el madrileño Antonio Hernández Palacios (1921-2000) que siempre será recordado por haber recreado admirablemente al personaje de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, así como otros episodios de nuestra historia, mucho antes de que se pusiera de moda aquello de la "memoria histórica".
Aunque Hernández Palacios empezara muy pronto a interesarse por el arte de la historieta, y ya en 1943 había dibujado para la revista "Chicos" una aventura con el título "El enmascarado del desierto" ambientada en la Legión Extranjera, dedicaría después muchos años de su vida al campo de la publicidad, donde llegó a alcanzar gran prestigio diseñando entre otras cosas un buen número de carteles para los cines de la Gran Vía madrileña. No obstante, volvería al mundo de las viñetas en 1961 para ilustrar entre otras historias "Doc Savage", con guiones de Miguel González Casquel.
Pero su auténtico bautismo de fuego no se produjo hasta 1970 cuando participó en los inicios de la revista "Trinca", publicada por Ediciones Doncel y promovida de aquella por el Frente Juventudes, que pretendía introducir en España aires renovadores, imitando el estilo de publicaciones francesas como "Pilote". A diferencia del estilo de producción de la editorial Bruguera, "Trinca" destacaba por lo cuidado de su impresión y por incorporar algunos de los dibujantes pioneros en España de lo que se pudiera catalogar como cómic adulto: Adolfo Usero, Víctor de la Fuente, Jaime Brocal Remohí y el propio Hernández Palacios, entre otros.
Como resultado de esta colaboración nacieron dos series que Palacios se encargó de perpetuar en el tiempo como sendas tetralogías, una ambientada en el salvaje oeste americano pero escapando del tópico anglosajón, y reivindicando de paso la presencia hispánica en la conquista del sur de los Estados Unidos ("Manos Kelly") y otra en la época de la Reconquista contra el invasor musulmán ("ElCid").
Esta última, al igual que la famosa película de Anthony Mann (1961) protagonizada por Charlton Heston, destila cierto sabor a western, lo cual no resulta extraño ya que Palacios era un gran admirador y cultivador de este género (el ya citado "Manos Kelly") y más tarde alcanzaría el éxito internacional dibujando para la editorial francesa Dargaud las aventuras del teniente Mac Coy, al que prestaría sus rasgos Robert Redford, iniciadas en 1974 con guiones de Jean Pierre Gourmelen. Pero con todo, se trata "El Cid" de una obra personalísima, magnificamente documentada y concebida desde el realismo, la fidelidad histórica y el respeto por la autenticidad. De hecho Palacios consultó gran cantidad de bibliografía para ambientar la saga, desde la obra de teatro escrita en el siglo XVII por Guillén de Castro "Las Mocedades del Cid", hasta los estudios consagrados al tema por el erudito Menéndez Pidal.

El estilo gráfico de Palacios es de un realismo casi impresionista, pero de trazos vigorosos y expresivos, que recuerdan a menudo al Goya de los Desastres y a la mejor ilustración del XIX (Gustave Doré y sobre todo al maestro Daniel Urrabieta Vierge). Sin embargo, nunca pierde de vista la peculiaridad del medio del que se sirve para contar sus historias, e incorpora y experimenta a menudo con lo que pudieramos llamar "recursos pop" (onomatopeyas, encuadres arriesgados, deslumbrante cromatismo, metáforas visuales, etc.) que, a diferencia de otros autores menos hábiles, contribuyen a enriquecer y a dar más dinamismo a sus pictogramas.

Tanto "El Cid" como "Manos Kelly" fueron creados totalmente por su autor, que se encargó no sólo de los dibujos y el color, sino también de los guiones, como también hiciera en el pasado su admirado Hal Foster. Sin duda "El Cid" constituye la gran obra maestra de Palacios, a la que dedicó sus mejores esfuerzos e ilusiones, y para señalar esa singularidad empleó una rúbrica distinta ("Hernández" en lugar de "Palacios") que la distinguía del resto de su obra. Tenía en mente crear una saga de 20 ó 25 álbumes, pero no pudo realizar más que cuatro, ya que no contó con el interés suficiente por parte de las editoriales, y también porque le sorprendió la muerte en el 2000, a sus 79 (y activos) años. Las vicisitudes de la publicación de "El Cid" corren parejas a las de nuestra historia más reciente, iniciándose en el tardofranquismo, con la editorial Doncel (fruto tardío de lo que había sido el Movimiento Nacional) en cuya revista "Trinca" vio la luz, y que luego se encargó de recopilar los dos primeros episodios en forma de álbum. Luego, con el cierre de la revista en 1973, vendría un impasse de casi diez años (coincidiendo con la Transición) en el que a Palacios le resultó difícil encontrar editores. Los tiempos estaban cambiando y los cómics a la "americana" y underground se comían todo el mercado. Sería una editorial euskalduna, Ikusager, especializada en cómics históricos, con la que Palacios había empezado a colaborar en 1980 con una tetralogía sobre la Guerra Civil (protagonizada por Eloy, un soldado del Ejército popular de la República) y sobre todo con el álbum "Roncesvalles", sobre el desastre carolingio a manos de los montaraces vascones, la que le daría una nueva oportunidad en 1982 reeditando "Sancho de Castilla" y "Las cortes de León". A estos tomos les seguirían otros dos, "La toma de Coimbra" y "La Cruzada de Barbastro", quedando la saga interrumpida en este cuarto episodio.

Portada del 2º volumen de "El Cid"

Eran ya los tiempos del primer gobierno de Felipe González  y de la LODE. A medida que la mentalidad  pacifista, socialdemócrata y blandiblú se iba abriendo paso en nuestro país (salvo, para nuestra desgracia, entre los combativos y pervertidos batasunos) había, naturalmente,  que revestir con ropajes políticamente correctos, progresistas e islamófilos (al estilo juangoytisoliano) el último tomo de "El Cid", de lo que se encargó Enric Sió con un desafortunado prólogo, aderezado con los consabidos tópicos de la historiografía de izquierdas. Pero aunque la época en la que se desarrollan las páginas de "El Cid" era extremadamente convulsa y compleja, con frecuentes alianzas y desavenencias entre moros y cristianos, y de las distintas facciones y reinos entre sí, el enfoque de Palacios dista de estar ideologizado ni de presentarnos el Medievo español como un idilio entre "las tres culturas".
Lejos de todo eso, nuestro autor nos muestra una galería de personajes rudos, curtidos en el combate, configurando una "épica coral" como señala Román Gubern, donde apenas destaca más Rodrigo Díaz que los otros (tal vez tiene más importancia en el desarrollo de la trama el infante Sancho). Al igual que cuando aborda cualquier otra temática de la historia (Carlos V, FelipeII, Cristóbal Colón o la Guerra Civil) Palacios lo hace sin complejos ni revanchismos, y alejado de cualquier tópico "políticamente correcto", todo un ejemplo a seguir para los actuales dibujantes de cómic, si demostraran la capacidad suficiente.
Es verdad que la narración arranca con la batalla de Graus (1063) en la que se enfrentaron los aragoneses (cristianos) y los taifas de Zaragoza (sarracenos), insinuandose la participación del infante Sancho y Rodrigo Díaz de Vivar echando una mano al bando musulmán (porque los zaragozanos eran tributarios de Fernando el Magno, rey de Castilla). Pero los veremos después en Coimbra, dándole estopa a los moros de Badajoz, a requerimiento de los pobladores mozárabes, a los que hacían la vida imposible los de la "religión de la paz". No bien ha terminado esta campaña, llegan a oídos del rey rumores de desórdenes y disturbios en sus dominios, y envía  a Sancho y a Rodrigo a investigar qué ocurre. Entonces se enteran de que los cristianos están siendo atacados por la morisma en represalia por la "cruzada de Barbastro", una expedición decretada por el papa para castigar la victoria musulmana en Graus. Mientras que Fernando responde entrando en Toledo y amenazando con reconquistar Valencia, Sancho y Rodrigo intentan entrevistarse con el taifa Moctadir en Zaragoza para que ponga fin a las matanzas de cristianos. Finalmente, se ven envueltos en la refriega contra los cruzados extranjeros de Barbastro, que al igual que los francos de Carlomagno en "Roncesvalles", se ven obligados a marcharse con el rabo entre las piernas. Pero, a renglón seguido, están Sancho y Rodrigo dándoles caña a los moros en las cercanías de Valencia, apoyando al rey Fernando en su última campaña reconquistadora. Como puede verse, la esencia de la época que refleja "El Cid" se basa más en el conflicto que en el hermanamiento y la idílica convivencia entre las tres religiones. Consecuencia de su búsqueda de la verdad histórica, dicho sea de paso, mucho más fiel que la mayoría de las películas (sobre todo españolas) que se han rodado sobre el particular.
Probablemente el interés de Palacios por los temas militares haya podido explicar el desinterés por parte de los editores en que continuara la saga, calculando que no obtendría el necesario respaldo del público español. Ahora que Ponent Mont le ha hecho justicia , publicando un integral de El Cid en una edición bastante cuidada (aunque en un formato algo más reducido) es una buena ocasión para que los profesores de la ESO se lo recomienden a sus alumnos, como libro de texto, para comprender mejor y con todo lujo de detalles uno de los episodios más turbulentos y apasionantes de nuestra historia.

Podemos terminar con unas palabras dedicadas por Luís Alberto de Cuenca en el prólogo de "Manos Kelly" (pero que también podemos aplicar a "El Cid"):
"Antonio perseguía la belleza, sin lugar a dudas, en todas y cada una de sus viñetas (...) pero también el rigor histórico y etnológico, la magia difícil de lo auténtico, de lo verdadero, de lo real, frente al embrujo mucho más fácil de lo inexacto, de lo ficticio, de lo falso".

 


 

 

 



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