lunes, 2 de diciembre de 2013

PAISAJISMO ROMÁNTICO: DE LA ESCUELA DEL DANUBIO A LA ESCUELA DEL RÍO HUDSON

Detalle de "La Batalla de Alejandro en Issos" (1529) de Altdorfer, uno de los lienzos favoritos de Napoleón Bonaparte

 

Alejémonos por un momento del aire viciado de nuestras ciudades. Todas las urbes, incluso las más hermosas, han nacido al parecer bajo un estigma, pues fue Caín quien fundó la primera de ellas, a la que puso por nombre Enoc. Sobre Sodoma, Gomorra y la Gran Babilonia cayeron todos los anatemas bíblicos posibles; y a continuación siguieron Alejandría, Roma ...y tantas otras que, para su fundación, requirieron la sangre de víctimas inocentes. Incluso en el Nuevo Mundo, Tenochtitlán se cimentó con  los crueles sacrificios al dios Huitzilopochtli. Los hebreos nómadas del Antiguo Testamento, al igual que sus primos árabes, recelaban de sus hermanos de raza que vivían en las ciudades cananeas y adoraban a deidades gentiles, y se retiraron con sus rebaños y sus jaimas a las soledades del desierto. Pero, como ya dejó escrito Chautebriand: "Delante de toda Civilizaciòn va el àrbol...detràs viene el desierto....."

En Europa, los bárbaros del Norte que desconocían el arte de la construcción, vivían en aldeas rodeadas de montañas y exuberantes bosques, hasta que algunos de ellos cayeron como depredadores sobre los restos del Imperio romano. Otros se quedaron en su solar originario, y se mantuvieron fieles durante mucho tiempo a la religión pagana de sus ancestros, que en el caso de los celtas y los germanos tenía mucho de panteísta. Sobre esta fe se sobrepuso más tarde el cristianismo, que hacia el siglo XVI tendría un carácter agónico, debido a las luchas entre católicos y reformistas.


"Sátiro con su familia" de Altdorfer (1507)

"San Jorge en el bosque" de Altdorfer (1510)


En ese contexto surge en Alemania un estilo de pintura de paisajes, iniciado por Durero y continuado por la llamada Escuela del Danubio (Albrecht Altdorfer, Wolf Huber, Lucas Cranach) que por su carácter alegórico, e incluso visionario, anticipa el espíritu "romántico" un siglo antes de que este término se acuñara (del francés "romantique" derivaría el alemán "romantische", como sinónimo de fantástico, novelesco).
El "romanticismo" del que hablamos nada tiene que ver, por supuesto, con esas efusiones sentimentaloides con las que a menudo se confunde, y sí mucho con una especial sintonía  y comunión con la naturaleza, de la que participaban  los celtas y los germanos, en mucha mayor medida que otros pueblos, como los latinos por ejemplo . Y se trata de una tendencia que supera las habituales coordenadas espacio-temporales porque, como veremos, la hallaremos también en la Norteamérica de los pioneros.
Altdorfer, a quien podemos considerar el "padre" de este estilo, reviste un gran interés ya que su arte se sitúa en las antípodas del antropocentrismo clásico. Ya se inspirase en la idea copernicana del universo o en el panteísmo pagano al que  hemos hecho referencia, encontramos que en la mayoría de sus cuadros la protagonista absoluta es la Naturaleza, y aplica en ellos una escala que supera a la medida del hombre. Este maestro trabajó en la Baviera alpina, en una época en la que se disputaban el territorio los Habsburgo y los otomanos. Esta situación bélica la reflejó en su obra más famosa "La Batalla de Alejandro", en la que los ejércitos se desvanecen en un drama de dimensiones  apocalípticas, presidido por las fuerzas cósmicas en colisión.
No está de más aludir a la influencia del protestantismo en otros autores de esta escuela, con su libre lectura de las Escrituras y su identificación con la sencillez de los primitivos hebreos y cristianos (recordemos el fenómeno amish). El rechazo a las pecaminosas urbes, como la Roma de los papas (la Gran Babilonia) les llevará en algunos casos a vivir de un modo más armónico con la naturaleza, la obra perfecta creada por la Mano de Dios. En los países protestantes se impulsará más tarde el estudio de las ciencias naturales, aunque no siempre con esta mentalidad "franciscana", sino más bien para someter la naturaleza a la economía, aprovechar sus recursos y ponerlos al servicio de la técnica y la industrialización.
Emparentado con este estilo de pintura están los "paisajes panorámicos" de los maestros flamencos que, como Brueghel o Patinir, describen la naturaleza empleando una línea del horizonte muy alta, y combinando aspectos realistas e imaginarios.

"Los cazadores en la nieve" (!565) de Pieter Brueghel "el Viejo"
Tras un intervalo de dos siglos eclosionó de nuevo este concepto del paisaje a escala sobrehumana con el Romanticismo que, aun teniendo notables cultivadores en el mundo anglosajón (recuérdese  el caso de Turner) volverá a tener su epicentro en Alemania, en una época convulsa que culminaría con la creación del Estado-Nación alemán. Allí surgieron a comienzos del XIX grandes pintores como Carl Gustav Carus, Phillipp Otto Runge, y sobre todo Caspar David Friedrich. La obra de este último se considera la encarnación del subjetivismo romántico por antonomasia, pero es sobre todo la plasmación del alma del paisaje a la manera germánica.

C- D- Friedrich "Dos hombres contemplando la luna" (1819)


C-D- Friedrich "Abadía en el robledal" (1809)

Esta es expresada por el artista sugiriendo la eternidad y el infinito, mediante los amplios horizontes y los efectos de la luz crepuscular, potenciando ese sentimiento sobrecogedor, que a veces aterroriza y empequeñece al hombre y otras lo exalta más allá de sus límites, inspirando anhelos de grandeza y de inmortalidad. Es a lo que Burke se refería con el término "sublime", y está relacionado con la "embriaguez dionisíaca" a la que aludía Nietzsche, y con el concepto de lo "fáustico" acuñado por Spengler para referirse al espíritu imperativo occidental de conquista, de negación de los límites.
La impronta de Friedrich y sus "paisajes del alma" fue enorme dentro y fuera de las fronteras teutonas. Un discípulo de Friedrich sería Arnold Böcklin, señero representante del simbolismo centroeuropeo, y los mejores escenógrafos wagnerianos intentaron emular el estilo del maestro. Su influencia se extendería a la fotografía y al cine hasta nuestros días. En los años 30 del pasado siglo hubo un revival de este tipo de pintura, aunque demasiadas veces contaminada por tendencias  burguesas o biedermeier. De todas formas, en algunas obras de este período es posible reconocer la mano de un gran creador, como en los paisajes que Otto Dix pintó en el lago Constanza, Bohemia o en los Montes de Silesia. Este artista también pretendía convertir el paisaje en escenario de su vivencia interior y en una reflexión sobre la historia del tiempo que le tocó vivir.


"Randegg en la nieve con cuervos" (1935) de Otto Dix

"El Bannwald (Montes de Silesia)" por Otto Dix (1942)
Cierto influjo de Friedrich y de esta corriente germánica del paisajismo se percibe incluso entre los precursores de la pintura norteamericana, que cultivaron el exotismo con acentos románticos. Destaca la llamada Escuela del río Hudson, fundada a mediados del siglo XIX  y cuyo lema era: "pintamos el país más hermoso del mundo". Su precursor fue el angloamericano Thomas Cole, quien pudo conocer la costa este de los Estados Unidos en una época en la que todavía no había rascacielos y perduraba el recuerdo de los indios algonquinos. Su pintura es a veces naturalista y minuciosa, como si quisiera documentar los accidentes geográficos y las especies botánicas a la manera de un Humboldt. Pero en otras ocasiones se deja llevar por la fantasía y el onirismo, al igual que muchos otros europeos de su tiempo, que desembarcaron en las Américas en busca de lo exótico y maravilloso. En sus series de cuadros titulados "El viaje de la vida" y "El curso del Imperio" da rienda suelta a esa faceta visionaria de su arte, que también está presente de algún modo en los paisajes más "realistas" de la zona del Hudson, representando el espectáculo grandioso que ofrece la naturaleza, no domeñada aun por la mano del hombre.

"El viaje de la vida (Juventud)" de Thomas Cole (1842)

La pintura de Cole nos recuerda la obra filosófica y literaria de Thoreau (Walden, la vida en los bosques) y los trascendentalistas, la mentalidad de los pioneros e incluso de Joseph Smith y los primitivos mormones, con su visión legendaria de la realidad americana. Otros discípulos suyos de la Escuela del Hudson, como Frederick Edwin Church (autor de la serie  "El corazón de América", a la que pertenece su célebre Vista del Cotopaxi), viajarían a otras latitudes del  Nuevo Mundo (Colombia, Ecuador) para recrearse en la atmósfera irreal de aquellas tierras vírgenes, donde los conquistadores españoles creyeron que existían Cíbola, Eldorado o la Fuente de la Eterna Juventud.

"El cáliz del Titán" (1833) de Thomas Cole


"El curso del Imperio (Destrucción)" de Thomas Cole (1836)
Para concluir este recorrido por el paisajismo "romántico", no podemos olvidarnos del maestro Urbano Lugrís (al que ya hemos reivindicado numerosas veces en este blog) uno de los que mejor representaron en España, según mi modo de entender, esta particular visión de la naturaleza que  aquí estamos comentando. Como sugiere Antón Patiño, Lugrís, a partir de una "metafísica de la nostalgia", construyó un universo propio dejándose llevar por su intuición creadora. En sus cuadros percibimos esa componente ingenuista y visionaria, en un territorio fronterizo entre el espacio submarino y tierra firme, y donde perviven las leyendas forjadas por el imaginario celta y heleno (el seudónimo de Ulyses Fingal, con el que a veces firmaba, obedece a ese deseo suyo de combinar la magia nórdica con la claridad clásica de la cultura del Mediterráneo). Su estilo minucioso recuerda al de los primitivos pintores alemanes, flamencos e italianos. Y también descubrimos en su obra esa reciprocidad entre el paisaje y el espíritu, propia de Friedrich y de los románticos alemanes.


"Reflejo ilusionado de un amigo" (1946) de Urbano Lugrís
En esta época de estirilización natural y cultural en la que estamos, resulta cada vez más difícil encontrar auténticos herederos vivos de esta forma de hacer pintura, que sepan transmitir con acierto la sintonía entre el hombre y la naturaleza. Nuestro paisaje contemporáneo se corresponde con esas torres de Babel que coronan nuestras metrópolis, a las que tanto reverenciamos pese a que algunas se hayan desmoronado con mucho ruido últimamente, para sorpresa de los que las consideraban eternas. "Los desiertos crecen", advertía Zaratustra "Y ay de aquel que cobija los desiertos". Hoy son más premonitorias que nunca esas palabras, ante tanto desierto físico y espiritual que encontramos alrededor. Roguemos a los espíritus del bosque, para que nos inspiren y pongamos entre todos remedio.



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