PERO, ¿QUIÉN ERA EN VERDAD EL SEÑOR KURTZ?
»Se retiró, emitiendo algunas vagas amenazas de procedimientos legales, y no le vi más. Pero otro individuo, diciéndose primo de Kurtz, apareció dos días más tarde, ansioso por oír todos los detalles sobre los últimos momentos de su querido pariente. Incidentalmente, me dio a entender que Kurtz había sido en esencia un gran músico. “Hubiera podido tener un éxito inmenso”, dijo aquel hombre, que era organista, creo, con largos y lacios cabellos grises que le caían sobre el cuello grasiento de la chaqueta. No tenía yo razón para poner en duda aquella declaración, y hasta el día de hoy soy incapaz de decir cuál fue la profesión de Kurtz, si es que tuvo alguna... cuál fue el mayor de sus talentos. Lo había considerado como un pintor que escribía a veces en los periódicos, o como un periodista a quien le gustaba pintar, pero ni siquiera el primo (que no dejaba de tomar rapé durante la conversación) pudo decirme cuál había sido exactamente su profesión. Se había tratado de un genio universal. Sobre este punto estuve de acuerdo con aquel viejo tipo, que entonces se sonó estruendosamente la nariz con un gran pañuelo de algodón y se marchó con una agitación senil, llevándose algunas cartas de familia y recuerdos sin importancia. Por último apareció un periodista ansioso por saber algo de la suerte de su “querido colega”. Aquel visitante me informó que la esfera propia de Kurtz era la política en su aspecto popular. Tenía cejas pobladas y rectas, cabello áspero, muy corto, un monóculo al extremo de una larga cinta, y cuando se sintió expansivo confesó su opinión de que Kurtz en realidad no sabía escribir, pero, ¡cielos!, qué manera de hablar la de aquel hombre. Electrizaba a las multitudes. Tenía fe, ¿ve usted?, tenía fe. Podía convencerse y llegar a creer cualquier cosa, cualquier cosa. Hubiera podido ser un espléndido dirigente para un partido extremista. “¿Qué partido?”, le pregunté. “Cualquier partido”, respondió. “Era un... un extremista. “Inquirió si no estaba yo de acuerdo, y asentí. Sabía yo, me preguntó, qué lo había inducido a ir a aquel lugar. “Sí”, le dije, y enseguida le entregué el famoso informe para que lo publicara, si lo consideraba pertinente. Lo hojeó apresuradamente, mascullando algo todo el tiempo. Juzgó que “podía servir”, y se retiró con el botín.Joseph Conrad, "El corazón de las tinieblas"
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