LA ÚLTIMA TRAVESÍA DE ULISES FINGAL
El viejo velero permaneció atracado durante décadas en el puerto de Vigo, con el casco infestado de moho y de moluscos, los aparejos pudriéndose por la carcoma y los cabos viendo crecer largas y verdes cabelleras de algas marinas a sus expensas, en espera de que algún día Ulises Fingal se decidiera a partir, en pos de nuevos horizontes.
Y ese día llegó, y seis meses antes de zarpar se reunió con sus mejores amigos, que formarían la selecta tripulación, en la taberna del Eligio, para ultimar los preparativos de tan singular odisea. Allí estaban sentados, entorno a una gran mesa redonda de mármol, aquellos viejos lobos de mar, bebiendo cada uno en su taza de porcelana un especioso caldo de las islas, escuchando lo que su capitán tenía que contarles.
Allí pude reconocer sin grandes esfuerzos a Burne Hogarth, con su bigotillo y su corbata de bolo texana, a Otto Dix, fumándose un pitillo, a Yukio Mishima, a Lord Dunsany, a Ezra Pound, a Arthur Machen, a Arno Breker y hasta a Dominique Venner, Todos estaban dispuestos a dejar atrás este maldito mundo moderno, que se ha ido convirtiendo con el correr de los años en un inmenso manicomio.
Y Ulises alzó la voz y exclamó:
-Tendremos que arrimar todos el hombro y trabajar de firme, para tener lista la nao, en cuanto los vientos nos sean propicios.
-Tendremos que arrimar todos el hombro y trabajar de firme, para tener lista la nao, en cuanto los vientos nos sean propicios.
Y se pusieron de inmediato manos a la obra, en cuanto los vapores del vino consumido en la sobremesa se hubieron disipado.
Otto Dix se encargó, con asaz entusiasmo, de pintar en la vela mayor un tigre llameante, como el del poema de Wiliam Blake; y Burne Hogarth se aplicó en pintar en otra vela una efigie enorme y hierática, como un icono bizantino, de Su Majestad Dagga Ramba. El mascarón de proa corrió a cargo de Arno Breker, que esculpió en madera de palosanto a una diosa nórdica con los brazos extendidos y los senos puntiagudos, emblema de la buena suerte. Y los demás se encargaron de limpiar y calafatear el buque, hasta que lo dejaron muy acicalado, como recién hecho. Por entonces, Lord Dunsany cantaba extrañas baladas gaélicas y Ezra Pound entonaba sus cantos pisanos para amenizar aquellas jornadas.
Y al fin, todo estuvo listo e izaron el ancla a la hora del crepúsculo.
El barco se fue, surcando la Mar Océana. Qué rumbo tomó, fue para todos un misterio. Algunos decían que iba en dirección de la Isla de los Bienaventurados, otros que de Antillia o de San Borondón.
El caso es que nada se supo más de ellos.
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